La vida es un ciclón que te lleva y giras y
giras hasta que te conviertes en hueso y polvo... una
licuadora. Giramos en el sentido de las agujas del reloj hacia el abismo junto al mundo. Es entropía, porque desde la explosión
originaria, se ha tendido a pasar de una forma organizada y concentrada a otra
desorganizada y dispersa. Lo único que te salva es saltar. Pero eso nadie lo
advierte tan fácilmente porque muchas veces nos cuesta levantarnos, caminar (y
no hablemos de correr); pensamos que estamos dormidos, que soñamos, cuando en
realidad estamos muertos. Somos una sociedad llena de cadáveres con los pies
atados a la tierra. Cuando te percatas de tu inminente inmovilidad, comienzas a
padecer una especie de amnesia selectiva: las exigencias, los reclamos y los
compromisos se vuelven difusos, los dejas dando vueltas en el ciclón de voces confusas.
Allí, todo el mundo habla, grita, pero nadie escucha más que ruido porque todos
hablan a la vez, por eso el silencio es un néctar delicioso, nos lleva a otro estado de conciencia. Cuando te has
movido hacia el centro del ciclón, aún escuchas las voces, pero no ruido.
Puedes diferenciar al niño que llora por hambre del soldado que ha perdido sus
piernas en la guerra; el grito de horror de una mujer que está a punto de ser
violada del grito de placer que experimentan los amantes
en el clímax; la voz amable de los abuelos de la de jovenes iracundos.
Comienzas a sentir que estás aquí, observas tu cuerpo,
tus pensamientos en medio de voces que no descansan. Te sigues moviendo hacia
el centro y te das cuentas de que has estado en ese carrusel salvaje,
confundido e indefenso. Te estás moviendo hacia el centro y sueltas todo lo que te ata a esa realidad y estás entrando en otra, una que
te pertenece. Lo haces despacio porque tienes miedo. Todos los que giran tienen
miedo, un miedo abstracto que sólo comienza a tomar forma cuando elegimos
detenernos. Dejamos de girar, ahora flotamos en medio de un abismo oscuro lleno
de voces, afuera hay luz, pero no lo sabemos.
Has logrado apagar las voces, has descubierto quien
eres, hacia dónde te quieres dirigir, y sabes que no podrás volver allí a
formar parte de aquellos cuyas vidas se confunden en el torbellino. Experimentas
los deseos más deliciosos, embriagadores, excéntricos. Notas tu respiración,
tus pulsaciones y un alboroto
feromónico. Cada vibración de tu cuerpo te eleva, te acerca a la boca del
ciclón, olfateas la muerte y te detienes, pero sabes que regresar no es una
opción. Sientes el riesgo, las cosquillas, la tensión muscular; tu cuerpo se
rebela contra la inmovilidad y estalla. Lloras, gritas y ríes sin paredes que
te oculten, todas las emociones se desbordan en el centro y desde el centro,
cada vez más cerca de la luz. El tiempo ha desaparecido, sus agujas siguen
girando allá abajo, son las que impulsan el ciclón, marcan su velocidad y su
ritmo, pero ya no te alcanza. Escuchas el latido de tu corazón, el pulso, la respiración, has salido
del ojo del huracán y te hallas en el contorno del vacío. Sientes el vértigo, cierras los ojos y saltas. Caes sin resistencia y luego comienzas a volar.
Respiras, te sientes, vuelves a verlo todo desde arriba, el hambre, la guerra, la destrución de la naturaleza, el amor, la muerte y escuchas la voz de Sófocles diciendo: “Si un hombre ha de renunciar
a lo que era su alegría, a éste no le tengo por vivo: como un muerto en vida,
al contrario, me parece.”
Vivamos entonces en la vida!
ResponderEliminarAquí y ahora, siendo la respiración y la mente en el cuerpo.
Gassho
Javier Pérez Cordero
Mil gracias por tu comentario, Javier. Es así. Tenemos que sentirnos y respirar, y si podemos compartir ese sentimiento y esa respiración en el ahora es aún mejor.
ResponderEliminarUn abrazo.