Esa mañana alrededor de las diez, había un buen número
de leonas dispersas en su reducido mundo. El león se
hallaba dormido sobre una enorme piedra, a veces se movía o cambiaba su
postura, mostrando su melena con gracia. Hacía mucho calor ese verano,
casi 100 grados Fahrenheit. Las regaderas arrojaban su refrescante lluvia
intermitente sobre los visitantes, si no, la estadía en el zoológico se hacía
insoportable. Yo, había comprado un gran vaso de té helado el cual
sostenía con mi mano derecha. De vez en cuando sorbía un poco y observaba a las
leonas; una fosa llena
de agua las separaba de los visitantes, luego un muro de concreto que llegaba a
la cadera y terminaba en elegantes puntas de hierro en forma de flechas. Recostada de ese muro estaba yo. Llegaron un par de mujeres con sus niños, uno
de ellos no pasaba de dos años. Se detuvieron a mirar lo que yo miraba, muy
cerca de mí. De pronto las leonas dispersas comenzaron a juntarse, una tras
otra al filo de la meseta, frente a nosotros. Eran como ocho. Nos miraban y
miraban la fosa que nos protegía. Algunas intentaban lanzarse al agua. Al parecer todos estábamos asombrados con el
hecho, las mujeres señalaban a las leonas con sus brazos muy estirados y reían,
y comentaban no sé qué. Por instinto miré hacia abajo, el bebé se hallaba al
otro lado del muro, hacia la fosa, pero no había terminado de caer pues sus
pantaloncitos se habían enganchado en una de esas flechas de hierro. El bebé
pataleaba desesperado, las mujeres ensimismadas con el
espectáculo no se habían dado cuenta del
por qué de la reunión felina, no había tiempo para pensar, yo debía arrojar mi
delicioso té helado y sacar al niño de allí, pero hacía tanto calor que hacer
eso era un sacrilegio. Usé rápidamente mi mano izquierda y lo agarré por los
pantalones sin soltar mi té, pero el niño comenzó a dejar los pantalones, me
asusté y pegué un grito.
- ¡El niño, el niño se cae!
Las mujeres reaccionaron inmediatamente, deshicieron
las risas y sacaron al bebé de aquella situación. Me miraron y me dieron las
gracias, estaban muy apenadas, se fueron en silencio. Yo me quedé allí, observando
cómo las leonas se dispersaban de nuevo. Miré mi
vaso lleno de té helado, caminé un poco hasta el cesto de la basura, lo arrojé y me fui.