No
es sencillo el trabajo de atar cabellos largos. Me deslizo hacia arriba
mientras una de las manos los aprieta fuerte al ras del cráneo para mantenerlos unidos (inevitable, siempre alguno se resbala sin advertencia); luego hay que tensarse y rodear, y rodear, y tal vez rodear de nuevo, hasta ese punto
donde el ajuste no permite el movimiento.
Me gusta sentir el contacto de los dedos, por eso a
veces me voy cayendo durante el día, me pongo floja, floja. Deseo terminar en
el suelo o en alguna gaveta. Y así todos los días a
excepción de aquella noche. Una mano extraña me agarró con violencia haciendo estallar los cabellos
reprimidos, me lanzó al aire, me perdí en la sombra, y finalmente me encontré rodeando esa muñeca delgada y desconocida, por un tiempo. Hacen falta cosas así, impredecibles, que desvíen la consciencia del círculo en el que estamos inscritos; para saber que en la vida,
además de cabellos y manos, existen muñecas.
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