Cruzo el océano. Busco una estaca clavada en el vértice. A mi paso, escribo mensajes secretos, enigmas develados por niños que yacen sobre la hierba. Colgada como estoy, con esa delicadeza que permiten los hilos de nylon, me balanceo ayudada por las Sílfides. Lejos, la soledad, tal vez otras, o lo azul. Cerca, los rayos, la tormenta. Mejor arriba que abajo, aunque haya que escurrirse entre los dioses (a veces es bueno ser invisible).
En el límite divino, saludo los colores del adiós, allí está la estaca. ¿Cómo iba a saberlo? No era obvio. Está junto al muro de piedras calcinadas, debajo de un reloj de cuerda. La cuerda está rota. Me acordé que volaba porque todo se oscurecía a mi paso (gusta esa sombra gélida).
Corta los hilos, córtalos ya, cuando amanezca la estaca estará húmeda, y yo, habré desaparecido.
En el límite divino, saludo los colores del adiós, allí está la estaca. ¿Cómo iba a saberlo? No era obvio. Está junto al muro de piedras calcinadas, debajo de un reloj de cuerda. La cuerda está rota. Me acordé que volaba porque todo se oscurecía a mi paso (gusta esa sombra gélida).
Corta los hilos, córtalos ya, cuando amanezca la estaca estará húmeda, y yo, habré desaparecido.
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