Los olores se procesan en la cabeza. La nariz es como un túnel por donde ingresan las partículas que flotan en el aire; de allí una autopista hacia el cerebro, el gran traductor de estímulos: un olor, tal vez una imagen. En la memoria, un terremoto violento sacude los rincones cuando penetran ciertas fragancias, retumban video clips añejos, sensaciones que creímos pasajeras. Así, la pólvora, el caucho quemado y el vinagre, nos hace revivir alguna marcha caótica, una protesta de esas que se plasman en las avenidas de Caracas, en dónde alguna vez vimos volar piedras, botellas y balas perdidas; y qué decir del sudor rancio aderezado con ajo y cebolla, apto para espantar vampiros, en el que se imprimen maratones urbanos, subidas al Ávila, el agua, el gatorade, el juguito de naranja recién exprimido que nos espera “en la bajadita”, las ganas de seguir adelante a pesar del cansancio; ni hablar de aquel labial grasiento de perfume aborrecible que desaparece al toque de lengua… porque el placer lo borra todo, hasta lo que duele. Olores. Unos agradan, otros no, pero todos se cincelan en la memoria. Lo putrefacto revive la muerte, el mal, la depresión, cuando una fiera tiene miedo emite un olor nauseabundo. Entonces la vida y la belleza en lo limpio, lo sano, lo perfumado. Aromas, saliva, dientes; la boca traga lo que la nariz acepta, vomita lo que ésta rechaza, tal vez nuestros nietos recuerden esto. El agua, el jabón, aquella fragancia deliciosa, nos permite anidar en el recuerdo de la gente; entramos por la nariz con sigilo y nadie lo nota, las feromonas hacen su trabajo y todos creen en los ojos, le rendimos culto a los ojos mientras los vapores se deslizan y atrapan a su presa. Con el olor seducimos, generamos fantasías, conservamos nuestra especie. Los olores se ven con los ojos vendados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja aquí tu reflejo