Toqué con frescura a ese hombre callado, solitario, indescifrable, de sonrisa infantil con retazos de tristeza, y me estremecí. Acariciaba la X que se dibujaba en su rostro, tocaba sus cabellos y susurraba en su oído cosas sin palabras. Lo observaba curiosa y me escurría a través de los cerezos, aquellos cuyas flores caen como nieve en primavera. El, mi héroe, caminaba con sus pies despegados de la tierra y su mirada fija en el contorno inquieto del paisaje. Tenía amigos y enemigos efímeros, tan pasajeros, como las formas de las nubes. Aquel hombre sencillo, de ropa sencilla, de pose sencilla, una vez fue un guerrero despiadado, un maestro legendario, un destajador de cuerpos tibios; pero una mañana despertó con el sinsentido del combate en su cabeza, y ese mismo día, en ese mismo instante, decidió invertir el filo de su espada. Yo lo sé, porque él hablaba para adentro, me tragaba, me aspiraba y yo lo oía. Decía que quería cambiar el paisaje de horror y muerte que veían sus ojos, por otro más armonioso y colorido; todos los colores en un solo trazo, pero ¿cómo dominar el espíritu salvaje? ¿cómo la furia interior? Entonces comenzó desde adentro hacia afuera, lo pintó para él, día tras día, con pinceladas errantes y a veces erráticas llenas de bondad, de justicia; y así fue salpicándolo todo a su alrededor, sin ir muy lejos, sin pretender ir muy lejos; con su poder bestial oculto en sus articulaciones, en su afán de servicio. Yo siempre estuve ahí, en cada célula de su cuerpo, inyectándole energía y soplando su rostro para refrescarlo en los días agitados. Yo, la imperceptible brisa del Sur.
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