Una joven amodorrada en su cama observa el vuelo de los zancudos hasta que se detienen en algún lugar del techo (o de la pared). De vez en cuando, abandona su impúdica inmovilidad, para lanzarles almohadazos intentando estamparlos con su respectiva huella de sangre. De sus orejas salen unos cablecitos que luego se unen y llegan a su IPod. En su inocencia, piensa, que la música de Níquel Back, esa que le pide a gritos que lo salve, puede acabar con sus estridentes pensamientos. Quiere diluir esas sensaciones molestas, vomitarlas hasta deshacerse de ellas por completo. Mil agujas la atraviesan. Se llama a sí misma “cobarde”. Sus labios quieren llegar más allá de sus mejillas, cerca de su aliento, a su paladar.
Más tarde, se deshace de su ropa y se sumerge lentamente en la bañera. Tiene fiebre, mucha fiebre, una incomodidad pegada al cuerpo, y la sensación de haberse tragado unos cuantos lingotes de hierro; su sangre burbujea fustigando su corazón que acelera su carrera con cada golpe. Duele.
Al salir del baño, se siente dulcemente perfumada y ligera. Selecciona descuidadamente su ropa: una franela, unos jeans rotos y un par de converse, eso le basta. En la franela púrpura se puede leer en grandes letras plateadas “Kiss me”. Peina con mucha dificultad sus cabellos enredados (trabajo que deja inconcluso). Coloca unos toques de Tommy en sus muñecas y detrás de sus orejas.
Empuja su bing-bag hacia la ventana y se sienta en él; puede ver a lo lejos la casa de techo azul. Allí se deslizan esos pasillos iluminados; y a lo largo de su trayecto, de uno y otro lado, aulas salpicadas de voces distintas en elevación, timbre y entonación. Aquel era el lugar de sus autoflagelaciones, donde entrará un montón de veces más sin resistirse. ¿Era eso masoquismo? Tal vez, pero inevitable.
Cobarde, cobarde, cobarde, se repite a sí misma. Al verlo, bajo ese techo azul lleno de reglas, se amordaza. Solo consigue proyectar palabras tontas, huecas, atropelladas, mutiladas, dejando el resto escondidas debajo de su lengua. Las que pronuncia él, en cambio, repican en su cabeza como el sonido monótono de su celular, pero a diferencia de éste, no puede apagarlas (ni quiere). Cuando esas palabras logran acariciar su tímpano, la joven gira la cabeza hacia uno de sus hombros y cierra los ojos intentando atrapar las imprudencias.
Al final de la tarde, la joven se llena de valor y decide rasgar su cautividad. Abre la puerta y mira el el paisaje. Pisa el concreto penetrando el barullo citadino y se llena de sol, de aire, de smog. Camina entre tacones bajos, entre mocasines ejecutivos, entre zapatos deportivos, entre plataformas altas, altísimas, entre botas y botines, entre zapatos limpios y sucios, entre pasos lentos y pasos apresurados. De pronto, la rueda de una bicicleta la tropieza. La joven se detiene, voltea la mirada para ver al imprudente conductor y se paraliza. (¿Y ahora qué?). Y mientras piensa en esto, él baja su cabeza, tan cerca de la suya que sus labios llegan, más allá de sus mejillas, cerca de su aliento, a su paladar.
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