Las hojas de la sequía son amarillas, tal vez con manchas marrones y verdes; se desintegran en el suelo, ya no pueden levantarse, no volverán a ser verdes, nunca más sonarán a lluvia, son arrastradas por el viento, han caído, han caído.
La violencia se cierne sobre los hombros, sobre los tendones, los tensa, la espalda duele, duele mucho por las noches. La bola de luz está allí, fija, mientras nosotros giramos. No podemos verla porque una tela de seda gris la cubre. A penas se adivina en la transparencia su silueta circular y destellante. Casi sentimos su poder, ese que da la vida. Pero tenemos calor, eso sí, un calor insoportable, temible, asfixiante, tanto que los polos se derriten. En Perito Moreno se escuchan truenos cuando los bloques inmensos del glacial se agrietan y caen. Las puntas de las cordilleras difícilmente se visten de blanco, se muestran desnudas, erosionadas casi todo el año.
Qué duro es estar ciegos, que difícil es pensar que algo pasa; la ignorancia solo duele cuando comienzas a comprender que todo es caos e incertidumbre en el giro del compás. La saliva resbala fuera de la boca, miramos el paisaje ¿realmente lo miramos? Hay un camino -dice una voz. Y nos preguntamos: -¿acaso estamos perdidos? Y él nos responde: -Señores, ¿acaso ven la luz?
Todo está oculto, y mientras tanto, las hojas caídas de la sequía siguen vagando por el suelo, arrastradas por el viento sin rumbo fijo, sin voluntad para rasgar el velo.
Ayyyyyyyy!!!
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