Es la una de la tarde de un domingo del año 2017. Acabo de salir de la Catedral de Montevideo donde disfruté una misa magnificente con su deliciosa música sacra. Mi hunor es ligero y reflexivo. Desde las escaleras de la iglesia contemplo la Plaza Matriz: está casi desierta, la fuente está encendida, el aire es fresco y la sombra inmóbil de los plátanos la protege. Me animo a sentarme en uno de los bancos que están situados frente a la pileta, de espaldas al Cabildo, y, minutos después, aparece un joven rodando su bicicleta con paso lento y seguro por la diagonal derecha; la estaciona con mucho cuidado en el banco contiguo, le desata un estuche que coloca en el piso, extrae de él un saxofón y lo deja abierto. Se sienta, relaja su cuerpo, coloca el instrumento entre sus manos y comienza a precionar las llaves de tacto. En un instante, el espacio se inunda de jazz y blue, melodías conocidas como "May way" y "Somewhere over the rainbow" son interpretadas cuidando el tempo (que lleva con su pie derecho) y la afinación, y están teñidas por momentos de inprovisación. Comienza a acercarse la poca gente que había en los alrededores y dejan dinero en el estuche, otros no sólo quieren escucharlo sino que también le toman fotografías. Observo que llegan más y más personas... así transcurre media hora.
Veo que toma un descanso y me acerco. Lo felicito por su excelente ejecución y comenzamos a hablar de música, del período barroco y de Bach, con sus variaciones e invensiones, como si se tratase del jazz en su fase embrionaria. Luego hablamos de Charlie Parker, de su forma desaforada de tocar el saxo, de sus excesos, de su relación con el Perseguidor de Julio Cortázar; y en ese camino azaroso del diálogo humano, me confesó que su autor favorito era Jorge Luis Borges y que entre sus lecturas predilectas estaba Funes el Memorioso. Yo, con aquel ánimo reflexivo de aquel día, concluí que así era el jazz, así las conversaciones y también la vida, uno sabe cómo comienzan, pero nunca cómo se irán desarrollando. Luego sonreí, no sabía si aquella cita de Borges aludía a que una extranjera quisiera escribir sobre un uruguayo, o si se veía reflejado en el insomnio del personaje; tampoco le pregunté.
Cada ser humano esconde algo valioso y a veces nos sorprenden las cosas que se revelan, más aún, si se trata de un músico que comienza a ejecutar un saxofón con tal maestría, en medio de una plaza desierta, a cambio de algunos pesos. Mi curiosidad no se calla y le pregunto por qué eligió ese lugar habiendo tantos sitios concurridos donde con certeza podría hacer más dinero, como el Paseo Sanrandí o la Rambla. Me contesta que siempre busca lugares vacíos donde el sonido del saxofón pueda proyectarse con fuerza y nitidez, y sólo es posible lograrlo en medio del silencio. Le gusta pensar que la melodía que emana de su interior es un poderoso imán, que como el Flautista de Hamelín, capta la atención de las personas y las encamina hacia él; para Darío (así me dijo que se llamaba), es más interesante llenar un sitio que se encuentra vacío que irrumpir en uno tumultuoso. Es un ave tratanto de sobrevolar el arcoiris, de encontrar su sustento y un lugar en el mundo.
Me despido, le agradezco la conversación y lo dejo retomar su trabajo, la tarde apenas comienza y debe aprovechar al público presente que ya se ha dispersado. Me emrrumbo hacia la casa, y mientras me alejo, me hago la gran pregunta de siempre: ¿Qué es la vida? Calderón de la Barca decía que era un sueño. Puedes tener un trabajo estable, una familia que te acoja, quizás una herencia, pero siempre se abre un espacio a la incertidumbre, nunca sabemos cuándo girará la rueda, tampoco pensamos en eso. No estamos conscientes de nuestra fragilidad, nos aferramos a cualquier cosa para tener esa sensación de estabilidad infinita; yo siempre pongo los pies en la tierra y miro hacia el cielo, así me sostengo. Todos nosotros, como los artistas, dependemos de nuestros talentos, del esfuerzo que a veces va de la mano de ese insomnio de Ireneo, y de que a la gente le guste lo que hacemos, ya sea que estemos en una oficina, un aula de clases, el teatro o en una plaza. La vida es un laberinto que debe ser decifrado con astucia. Puedes no prestarle atención y dejarte arrastrar; o como Griet, el personaje de "Girl with a Pearl Earring" de Tracy Chevalier, gires una y otra vez alrededor de la fuente de la plaza mientras decides cuál de las diagonales tomar: la que se dirige al norte, al sur, al este o al oeste; porque a pesar de que todos los caminos conducen al mar, el que elijas para llegar importa. Vivir exige valor.